Mi padre nació un mes de junio y murió a los 80 años también en un mes de junio. Falleció ciego y jamás pudo volver a contemplar los verdes de los cafetales de Liberia, la finca en la cual pasó la mayor parte de su vida, dedicado a su trabajo.
Él, en general, era silencioso e introvertido. Sin embargo, en la finca que era un sitio dónde las vacaciones también eran tiempos de trabajo colectivo y cada uno tenía deberes y responsabilidades que cumplir, las horas de las comidas eran los mejores momentos porque él se desinhibía y todos nos disponíamos a oír sus anécdotas y exageradas historias, que hacían reír a todos los contertulios, que participábamos de esas inolvidables veladas.
A pasos lentos llegó el Alzheimer y mi padre se fue yendo de la vida. Estando vivo, no nos pudimos volver a mirar en sus ojos color almendra, ojos que además se fueron apagando con la pérdida de la vista y de la memoria, cuando desde su silencio se alejó de las palabras, de la risa, de nosotros, de su amada Liberia.
Y poco a poco se fue a vivir al país de las tinieblas. Su ausencia en vida me enseñó más aún la importancia del cuidado y la paciencia, aunque todo era igual todo fue distinto: los hábitos, las palabras, el silencio y la soledad que comenzó a habitar la casa.
Para exorcizar el olvido, cuando voy a la finca, pienso que mi padre sube las escaleras despacio y se sienta en su silla roja, con el café y el cigarrillo, a hacer el crucigrama, a leer el periódico y, después, se dispone a jugar dominó, tute o parqués y a hacer trampas para reírse de todos.
Para exorcizar el olvido, estoy hoy oyendo sus tangos más amados, de Gardel sobre todo; enhebrando imágenes y recuerdos para traerlo de vuelta con los hilos del amor y la nostalgia, como ritual para homenajear su vida y su existencia.
Para exorcizar el olvido, hoy después de tantos años de su partida, yo que siempre he pensado que la soledad tiene nombre y apellido, hoy me he dicho que la soledad de este aniversario tiene el nombre de mi país.